¿Te has parado a mirar tus fotografías de otros años?
Es curioso porque te recuerdan un montón de experiencias, de anécdotas que has vivido, de lugares que has disfrutado…
Pero hay algo más.
También te sirve para reflexionar y aprender.
Así estaba yo en mi habitación, mirando fotografías de viaje, mientras pensaba quién era entonces, qué hacía y qué pensaba.
Y de repente fue como si mi mente hiciera un pequeño clic.
No sé exactamente por qué pero ocurrió: me di cuenta de que la perfección no es como yo creía.
En concreto, fue mirando unas fotos del amanecer en Angkor Wat.
Una de ellas la tienes arriba, en la portada.
Cuando pensamos en algo perfecto, pensamos en un ideal, en que todo salga de la mejor manera posible, sin ningún pero, todo idílico.
Y mirando las fotos, recordé el día tan increíble que habíamos pasado allí admirando los templos, jugando a ser exploradores a la aventura, recorriendo cada pasillo con fascinación…
Recordando lo impresionante que fue, después también pensé en el calor sofocante que hacía...
Que el lago frente a Angkor Wat donde fuimos a ver el amanecer estaba enfangado...
Que sólo nos recuerdo a nosotros pero en realidad estábamos rodeados de muchas personas que no paraban de hacer ruido...
Y además estaba algo nublado.
Quizá no es lo ideal pero… para mí fue perfecto.
Yo, que tiendo tendía a buscar la perfección, siempre me había intentado repetir a mí misma eso de que “la perfección no existe”, aunque verdaderamente pensaba que si se podía hacer mejor, tenía que hacerlo o no me quedaría tranquila.
¿Te suena la historia?
No conseguía estar conforme con lo que hacía.
Me sentía incapaz de reconocer mis propios logros y tenía una voz autocrítica en mi cabeza que me repetía una y otra vez que no lo había hecho suficientemente bien y tenía que esforzarme más.
¿Te imaginas el nivel de autoexigencia que supone eso?
En este punto, pensando quién era entonces y quién quiero ser ahora, y gracias a todo lo que he aprendido sobre desarrollo personal, coaching, PNL, etc., tomé consciencia de algo:
Para mí, o hacía las cosas perfectas o no servía para nada, es decir, era todo o nada, blanco o negro pero… ¿y la escala de grises?
¡Estuve destrozando mi autoestima poco a poco sin siquiera darme cuenta!
Esta toma de consciencia me ha permitido ir encontrando esos grises cada vez más fácil, reduciendo la autoexigencia y disfrutando del camino.
Porque sí, querer hacer las cosas bien es una cosa, pero exigirte siempre el máximo y nunca estar contenta con los resultados es otra cosa bien distinta.
Si todo esto te ha resonado, empieza por soltar un poco el acelerador.
No tienes que hacerlo todo de diez.
Valora tus logros, todo aquello que ya estás consiguiendo, y cambia el foco de tu expectativa: en lugar de esperar que salga perfecto, que tu expectativa sea hacerlo y disfrutar del proceso.
Yo ahora me doy cuenta de que, para mí, no es que la perfección no exista, sino que está en los ojos, está en mí, en la interpretación que estoy haciendo de lo que miro y en el juicio que estoy haciendo.
Por eso, cuando me acuerdo de ese día en Angkor, para mí fue un día perfecto.
Porque aunque tuvo sus grises, lo recuerdo con mucho cariño y una sonrisa.
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